el amanecer dibuja las cimas
y un viento obstinado
me empuja a seguir.
El horizonte se hunde en el mar,
las nubes lo cubren todo
menos mi meta,
que arde a la espera.
Los pulmones hacen acordes
que se disuelven en las venas de la montaña,
caen, se pierden,
bendecidos por su silueta.
Los recuerdos se desprenden,
golpean la piedra
y se hunden donde la luz no llega.
El cielo vuelca su hermosura,
me arrebata la voz
y la convierte en melodía
que los troncos usan para silbar.
El espacio se abre interminable,
me devuelve la mirada
y sopla en mis entrañas.
Lo lejano se vuelve cercano:
tras mis pasos queda todo lo que fui.
Escalo con manos y pies,
en silencio sagrado,
en pura contemplación.
Las formas se deshacen,
el hielo toca mi rostro,
congela mi sangre,
dilata las pupilas.
Estoy en el cielo:
piernas rendidas,
deseo agotado,
y el final tan esperado.
Sólo guardo un recuerdo:
palabras de cariño,
único vestigio
que a la distancia me acaricia.
Me sorprende el sabor de una lágrima
que, en vez de caer,
asciende,
perdida en la inmensidad de su nombre.
Levanto mis huesos,
resuenan ecos que llaman a la soledad,
y esa soledad
se transforma en belleza.
El cielo firma en mi cuerpo
la certeza:
esta insistencia,
donde el tiempo se detiene
y el paisaje se graba en la retina,
es el nombre secreto...
de la vida.