absorto en los colores brillantes
que se repiten dos veces al día,
rutinarios y espectaculares.
Invitas a detenerse,
a correr las cortinas temprano,
a salir del estupor
para contemplarte una vez más.
Nubes oscuras viajan por gamas de fuego
hasta volverse claras;
transformadas se entregan a la luz,
deslumbrantes de belleza.
Dondequiera que estés
conmueve tu resplandor.
Algunos siguen de largo,
como si nada ocurriera;
pero otros se detienen,
te hacen suyo.
De esos soy parte:
cuando el día comienza o termina
me detengo a mirarte,
a verte nacer y morir
en cada agonía,
en cada regalo rutinario.
A veces solo guardo tu beso en las pupilas,
y otras eres tú quien se queda con mis lágrimas,
anclas que caen
buscando redención.
Se confunden el todo
y la nada,
la alegría de un nuevo día
y la tristeza de su fin.
Una lágrima perdida en la sonrisa,
el brillo de un amanecer,
la penumbra de un ocaso.
Belleza cotidiana
que intentas enseñarnos.
Y yo, simplemente,
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